Los años postreros del general San Martín suelen prestarse a narrativas sentimentales, acaso alimentadas por esa falsa idea de una vejez suya incolora, deprimente y casi mendicante, asistido por las dádivas del marqués Alejandro de Aguado, rumiando en soledad, entre achaque y achaque de sus varias dolencias, el recuerdo de las glorias pasadas. Podría entenderse que los relatos de este tenor, al haber germinado ya desde el momento de la muerte del héroe en 1850, no lograran despojarse de esa pegajosa membrana epocal de drama y penuria con que el romanticismo solía revestir a sus personajes, reales o literarios, y especialmente en el ocaso lóbrego de sus existencias desahuciadas.
Pero es llamativo que se insista, aún en la actualidad en aquellas versiones alentadas por la historiografía oficial y oficiosa, que lo pintan a San Martín poco menos que como un mendigo callejero de los tantos que producía la sociedad protoindustrial de entonces, cubriendo con andrajos las escrófulas. (NdE: llagas en el cuello)
No me voy a detener aquí en el análisis de las propiedades y las rentas que le permitieron llevar una mediana vida burguesa en Europa, educar a su hija en un colegio inglés, viajar a Florencia, Roma y Nápoles, lo mismo que a diversos lugares de Francia (Bretaña, la Vendée, el Havre, la Baja Normandía, los Pirineos orientales y el Mediodía) y de Bélgica, disponer de servidumbre doméstica y disfrutar de moradas decorosas, que fueron lugar de peregrinaje de tantos americanos que visitaban el viejo continente y deseaban entrevistar al general autoexiliado. Ya se ocupó el general Bartolomé Mitre de este tema en aquel discurso leído en 1878 y que publicó íntegro, en 1934, la Sociedad Luz, bajo la forma de un folleto de 27 páginas y con el título de “Las cuentas del Gran Capitán”. Pero, más todavía, se ocupó de ello el escribano Oscar Carbone en 1959, en una conferencia pronunciada en el Museo Histórico Nacional (“El patrimonio de San Martín”), la que aclaró suficientemente el asunto y, en particular, refutó con documentación inédita la versión de Vicuña Mackenna en lo referido al origen de los fondos con los cuales adquirió la casa campestre de Grand Bourg en Évry, a orillas del Sena (en 1834) y la casa de la Rue Saint George en Paris (en 1835). Quizá en otra ocasión podamos abordar este tema.
En suma, si al retirarse San Martín no era rico, tampoco era estrictamente pobre, por más que haya experimentado quebrantos financieros de importancia, como la merma del valor de renta de su casa en Buenos Aires (a causa de la devaluación provocada por la Guerra con el Brasil) y la suspensión de la pensión militar que le pagaba el Perú. A eso se sumó la quiebra de su apoderado en Buenos Aires, cuya bancarrota arrastró tres años de alquileres de los dos inmuebles que poseía en la capital (la casa frente a la Plaza de Mayo que le obsequió el gobierno por sus triunfos en Chile y que luego le vendió a Riglos y la otra, en San Martín y Cangallo, que heredó su hija Mercedes de su abuelo materno).
A estas propiedades porteñas sumaba la chacra mendocina “Los Barriales”, el terreno en la Alameda, y un crédito hipotecario a su favor por la enorme suma de $30.000 sobre la estancia “El Rincón del Salado” (luego “Rincón de López”), que cobró en 1833. Incluso podría haber poseído alguna propiedad en Montevideo, como sugiere el poder que le otorgó en 1829 a Gregorio Gómez.
Como dije antes, en algún momento crítico de su economía seguramente fue ayudado por su amigo Aguado, como él mismo lo escribió en un par de cartas, tal vez con cierta exageración retórica en alguna de ellas, quizá para aumentar la fuerza de su reclamo ante el gobierno peruano. Pero ello no lo convirtió en un mantenido, porque su honor no le hubiera permitido semejante situación. Por otra parte, no debe olvidarse que San Martín fue albaceas remunerado de la testamentería de Aguado y heredero de sus joyas y condecoraciones. Quizá ello explique las palabras escritas al general Miller, en cuanto a que “aún después de su muerte”, el rico banquero lo había puesto “a cubierto de la indigencia”.
El agitado año 1848
Para enterarnos de los detalles de los dos últimos años en la vida de San Martín, y más todavía sus últimos días y los hechos fúnebres posteriores a su muerte (incluyendo el tratamiento tanatológico de su cadáver), no conozco otra fuente más completa que el folleto de Pierre André Wimet “San Martín: séjour et mort à Boulogne-sur-Mer, 1848-1850″, cuyas 32 páginas ilustradas (y acompañadas de un anexo facsimilar con la nota necrológica que apareció en “L´Impartial”) publicó, en 1980 el Museo del Libertador situado, precisamente, en el Nº 113 de la Grande Rue. El autor tuvo acceso a archivos oficiales locales, lo cual enriquece aún más su información. Vamos a seguir el esquema de su relato (que, por lo demás, sólo aparece disponible en versión francesa, aunque quizá exista por ahí alguna traducción que no conozco), completándolo con las aclaraciones oportunas.
La narración del capítulo final de la vida sanmartiniana debe partir de aquella “Revolución de febrero” de 1848 que anticipó la llamada “Primavera de los pueblos”, al forzar la abdicación del rey Luis Felipe de Orleans e instalar en Francia la Segunda República.
Pero mientras algunos americanos celebraban aquel desborde proletario y de la baja burguesía artesanal (Echeverría, por ejemplo, en el ensayo que publicó la Librería de Mayo tras su muerte), el despliegue de las barricadas y la cuota de sangre vertida en las calles parisinas inquietó el ánimo del general San Martín, al remover en su memoria las escenas de la guerra española, plagadas de violencia. París no se le antojaba un lugar seguro para su menguada familia (su hija Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y sus dos nietas) y para el joven Pepito Guerrico, confiado a su custodia en tanto duraban sus estudios en Francia.
Aunque la agitación fue amainando a medida que se consolidaba el gobierno provisional y se dictaban las primeras leyes laborales que satisfacían las demandas populares, y aunque ello pudo inducirlo a regresar a la capital, sin embargo decidió fijar su residencia en Boulogne-sur-Mer, villa norteña a la que había ido en busca de las seguridades de un refugio. Tal vez hubo consejo de familia para adoptar aquel partido. Mariano Balcarce había escrito, en una carta de febrero de 1849, que era muy probable la permanencia allí por dos razones: el agrado que el lugar le causaba a su suegro y la ventaja de situarse a unas siete horas de viaje a París por camino de hierro, lo cual le permitía a él la atención de asuntos oficiales en la capital. Y, en otra carta, señaló también la facilidad de una pronta ruta de salida hacia Londres, en caso de extrema urgencia. En efecto, en el mes de marzo, San Martín había tenido la precaución de gestionar un pasaporte para él y su familia con destino a Gran Bretaña, que finalmente no utilizó.
Como un anfiteatro de colinas abierto sobre el mar, la ciudad, que comprendía una villa alta (apoyada sobre las viejas murallas que recapitulaban siglos de historia, desde la época de los romanos), y la parte baja portuaria, embellecida con nuevas residencias, ofrecía un aspecto encantador y una fluida vinculación marítima con Inglaterra a través del Canal de la Mancha (del mismo modo que, en tiempos de los Césares, aquel puerto fue la conexión con Britania y base de la flota imperial). Favorecida por inviernos menos rudos que en el interior del país y por frescuras estivales, también disponía de un casino que quizá tuviera su establecimiento de baños, y una playa, ambos sitios muy á la page y frecuentados por turistas pudientes de diversos países de Europa, especialmente ingleses, haciendo de aquel balneario cosmopolita de 35.000 habitantes lo que se llamó, en su época, “la Brighton de Francia”.
Aunque se ignora en qué alojamiento pasó la familia San Martín los primeros meses. Wimet, el cronista de los días póstumos del Libertador, supone que, quizá, fueron huéspedes de alguno de los varios y bien reputados hoteles, hasta su instalación, a principios de 1849, en un piso de la Grande Rue Nº 105, la alargada calle principal, transitada y comercial, que comunicaba la parte alta con la baja de la ciudad.
Aquel alojamiento le fue arrendado (quizá de palabra, porque no se encontró un contrato escrito) por Henry Adolphe Gérard, abogado, periodista, bibliotecario local y secretario de la Cámara de Comercio, muy estimado y respetado en la comunidad a sus 44 años. Una figura que los argentinos deberíamos conocer más y estimar mejor, dado el rol que le cupo en la última etapa de la vida sanmartiniana.
La casa, que había sido recientemente reconstruida, era un edificio compacto para vivienda y renta, sin local comercial, más o menos convencional: de marcada simetría academicista en la composición de la fachada a partir de la axialidad de la puerta, de tres pisos y un altillo para la servidumbre, con 19 ventanas hacia la calle, dotadas de paños amplios de vidrio y celosías de madera. Wimet supone que la totalidad de los departamentos (salvo la planta baja, que quedó para Gérard, su mujer, sus tres hijos y la criada) fueron puestos a disposición de San Martín, ya que aún no había otros locatarios y, además, existía solamente una cocina, lo que hubiera sido una incomodidad si hubiese habido más ocupantes. Es probable que el nuevo huésped la haya amueblado a su gusto, utilizando para ello algo del mobiliario de su casa de campo en Grand Bourg, que se vendió en 1849. Esto es consistente con el hecho que reveló José Pacífico Otero, de que quedaron excluidos del contrato de venta un horno de fundición que se hallaba en la cocina y el resto de los muebles de la vivienda rural.
Como el tercer piso resulta bastante incómodo para un hombre con sus dolencias y que carecía de sanitario, y dado que el primer piso estaba ocupado por el salón, el comedor, un office y la cocina, es plausible suponer que San Martín se haya inclinado de entrada por ocupar el segundo piso, donde disponía de cuatro dormitorios, un vestidor y un baño. El famoso croquis que su nieta, Josefa Balcarce, dibujó en 1899 para Adolfo Carranza, director del Museo Histórico Nacional, permite reconstruir imaginariamente la disposición de la habitación del Libertador y su mobiliario. Ubicada en el ángulo sud-este del edificio, se podían ver desde las dos ventanas, tanto las murallas de la ciudadela como el tramo de la calle, y un poco más allá, la torre de San Nicolás, que era la parroquia que atendía la villa baja, situada en la plaza Danton. Para asistir a su padre con más comodidad, Mercedes tomó el cuarto de al lado, también con ventanas hacia la calle.
Pero, aún instalado en Boulogne-Sur-Mer, su salud no pareció mejorar al regreso de París. Las cataratas le disminuyeron la visión (es famosa aquella carta del 2 de noviembre de 1848, donde le dice a don Juan Manuel de Rosas, en tono intimista, que era la última misiva escrita de su propia mano, al menos hasta intentar una intervención quirúrgica), y una epidemia de cólera que atacó a la villa marítima en 1849 lo afectó también (ya había contraído la misma enfermedad en 1832) y pudo haber agravado su gastritis crónica y otras afecciones.
Atendido por el Dr. Joseph L. H. Jardon, un nativo del lugar que tenía su consultorio en la Rue du Bras-d´Or, en julio de 1850 decidió pasar una temporada en Enghien-les-Bains para aplacar el reumatismo. Concluida la cura, y contra la opinión de su hija y de su yerno, regresó a Boulogne-Sur-Mer, en el curso de una estación fría y húmeda. Volvió, pues, a la casa de la Grande Rue, donde estaban sus papeles y sus efectos personales que quizá extrañara, muy disminuido físicamente. Siguiendo la disposición de su temperamento, intentó recuperar algunas prácticas habituales, tomando ventaja de los hermosos rincones de la ciudad que debían ser de su preferencia: el jardín des Tintelleries (hoy la estación de trenes lleva ese nombre), el boulevard marítimo, el castillo y la catedral en la parte alta, la columna de la Gran Armada, los riscos de la Tour d´Odre, conocida como el “faro de Boulogne”.
El 6 de agosto salió a dar un paseo en caléche (un carruaje pequeño abierto por delante, con un asiento doble de madera cubierto por vaqueta), pero al regresar no pudo descender por sus propios medios y debió ser llevado a su aposento por el personal doméstico. El 13 de agosto, durante la noche, sufrió unos terribles dolores estomacales y pronunció al oído de su hija Mercedes aquellas palabras sombrías y enigmáticas, que tanto podrían anticipar su epílogo, como aludir a ciertas condiciones meteorológicas del lugar ribereño: C´est l´orage qui mene au port…(Es la tormenta que conduce al puerto). Los comentaristas prefieren atribuirles el primer sentido, más acorde con los epílogos hagiográficos de los “grandes hombres”. Al día siguiente su estado se agravó, aunque una aplicación de cataplasmas le trajo una mejoría leve. En ínterin, recibió la visita de su amigo Juan Pedro Darthez, quien, preocupado por el cuadro que tenía ante sus ojos, demoró su partida y prefirió mantenerse cerca del enfermo. No intuía mal.
El último día
El sábado 17, el ilustre anciano se levantó con puntualidad castrense, se vistió, y llegó hasta el cuarto de Merceditas, pasillo de por medio, para recostarse en un sofá. Allí, pidió que le fueran leídos los periódicos y aceptó una colación ligera. Al mediodía almorzó con normalidad (aunque no sabemos cual fue el menú), pero, poco antes de la una, sufrió una fuerte agitación que motivó la urgente llamada al médico de cabecera. Curiosamente, éste no le asignó al episodio mayor importancia y lo evaluó como una leve crisis nerviosa. O, ¿tal vez, por delicadeza ante la familia, disimuló con un eufemismo un diagnóstico que juzgaba irreversible?
Aunque logró reponerse, San Martín sintió un enfriamiento en las manos y en los pies y prefirió pasar del sofá al lecho de su hija, para lograr más comodidad y abrigo. Pero durante el curso de esa breve maniobra, tomado del brazo de Mercedes, volvió a murmurarle un negro vaticinio, esta vez en español y mucho más explícito que el anterior oráculo: “Esta es la fatiga de la muerte”. Luego se dirigió a su yerno y le indicó, lacónicamente: “Mariano, a mi cuarto”. Esa orden da a entender que, consciente del inminente desenlace, quería morir en su propia cama.
Aquellas fueron sus últimas palabras, que si bien no se revistieron de la solemnidad énea de un apotegma in articulo mortis (como aquellas que los relatos áureos suelen poner en boca de los moribundos célebres), al menos habrán sonado como una postrera voz de mando: tras una convulsión, falleció rápidamente y sin agonía, a las tres de la tarde. Estaban allí presentes, además de la familia y el médico Jardon, el encargado de negocios de Chile ante Francia, que era Francisco Javier Rosales y se hallaba de visita y, seguramente, el amigo Darthéz.
De la reacción de las nietas, tan apegadas al abuelo, nada se ha dicho. ¿Quizá hayan permanecido un tanto ajenas al dramatismo del momento, bajo la custodia del personal doméstico femenino de la casa? ¿Quizá quedaron al cuidado de Madame Gérard y en compañía de sus tres pequeños hijos varones? No lo sabemos.
Al día siguiente llegaban a verlo, sin saber la noticia, otros dos argentinos, José de Guerrico y el periodista, escritor y político de orientación católica Félix Frías. Contemplaron el cadáver en silencio, mientras dos Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul (cuya Congregación acababa de abrir una casa en Boulogne) rezaban las primeras preces fúnebres ante los despojos del Libertador. Un crucifijo se apoyaba en su pecho y otro al lado del lecho mortuorio.
El embalsamamiento del cuerpo
Rosales informó por escrito al alcalde, dándole detalles de las decisiones privadas relativas a la disposición de los restos. San Martín había dispuesto en su testamento que su “corazón” fuera llevado a la Argentina, más precisamente a Buenos Aires. Es dudoso establecer si la palabra “corazón” aludía literalmente al órgano en particular o al cuerpo entero, como una metáfora de “despojos” o “cenizas” o “reliquias”. Aunque la familia estaba dispuesta a cumplir este deseo, razones momentáneas impedían el traslado. De ese modo, se resolvió que los restos quedaran depositados en la enorme cripta de la nueva iglesia de Notre Dame de l´Immaculée Conception -Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción-, regida por el P. Agathon Haffreingue en la parte alta de la ciudad, para lo cual ya se había obtenido el permiso del religioso, que era un hombre de amplias miras y no debió ignorar el rango histórico del difunto.
Rosales, como amigo de la familia, intercedía ante el ayuntamiento para lograr la licencia municipal que habilitara el uso de la cripta, haciendo notar que los restos, una vez embalsamados, iban a colocarse en un cofre de plomo, dentro de otro ataúd de roble, todo revestido en madera de abeto. El sitio elegido era una de las bóvedas, con su entrada cerrada por una reja a modo de cancela. Aunque un decreto napoleónico prohibía inhumar en las iglesias (y ya desde antes se venían estableciendo estas restricciones por razones de higiene), como se trataba de una tumba transitoria y se cumplirían las normas de salubridad, no había motivos para ser pesimistas.
Rosales añadía que en París, este tipo de permisos eran habituales y que él mismo había gestionado recientemente una autorización análoga ante la Policía para el representante de la Confederación Argentina, que era Manuel de Sarratea, y había fallecido en Limoges el año anterior. Dicho sea de paso, ese deceso permitió a Balcarce quedar al frente de la legación argentina.
El trámite burocrático debió continuar ante el médico del Registro Civil, Victor Cousin, por cuestiones de higiene pública. Llegamos aquí a uno de los puntos que suele motivar una recurrente y quizá algo mórbida curiosidad: ¿Fue embalsamado el cuerpo de San Martín? En efecto, lo fue. Sólo de ese modo podía preservarse conforme a las normas de salubridad, a la espera de su ulterior exhumación y su traslado a la Argentina, que no iba a ocurrir enseguida.
El embalsamamiento era una práctica conocida por la sanidad pública en Francia, promovida desde la época de Napoleón como un medio de perpetuación de los cuerpos de ciudadanos meritorios (mayormente militares caídos en campaña), a manera de “reliquias” que podían ofrecerse a la vista del público con intención de apoteosis o de saludo final, o incluso creando la ilusión ritual de que el muerto aún vivía. Era, de alguna manera y apelando a sustancias farmacéuticas inyectables más modernas (por ejemplo, el cloruro de zinc aplicado en la arteria, en reemplazo de los ancestrales destripamientos), una recreación de las antiguas momificaciones egipcias, aunque, como se hizo notar mucho después, dudosamente alcanzara la misma eficacia en cuanto a evitar la posterior descomposición.
Pero, a la par de esta función “eternizadora” de despojos egregios, el embalsamamiento se convirtió en un método higiénico habitual para preparar los cuerpos que debían ser trasladados a sitios de enterramiento fuera de las ciudades pero, justamente, atravesando el recinto urbano.
El embalsamamiento del Libertador se practicó el lunes 19 y fue informado Cousin, médico del Hospital y a cargo de las defunciones, quien expidió un certificado donde constaba el cumplimiento del procedimiento, conforme a los protocolos de salubridad pública que evitaran cualquier emanación cadavérica, y la colocación del cuerpo en el triple féretro, cuya caja intermedia era de plomo laminado y herméticamente soldado. Con este documento, la Municipalidad dejaba allanada la vía para autorizar el depósito, con carácter provisorio, en la cripta de Notre Dame. La colocación de los restos en el enorme cofre fue acompañada por una música militar a cargo de la fanfarria de la Guardia Nacional, aquella milicia ciudadana celosa de la libertad que, según se dijo, pasaba casualmente por la calle.
El camino hasta la cripta catedralicia
San Martin había dispuesto que no se le hicieran funerales y que su cuerpo fuera conducido directamente al Cementerio. Un acto de última voluntad que divide, aún hoy, las opiniones: algunos lo juzgan una señal de modestia, en tanto otros ven allí una marca de indiferencia religiosa confesional. Pero Mercedes no podía ajustarse tan rígidamente a aquel mandato póstumo sin violentar su sentimiento piadoso y sin causar cierto escándalo en el pequeño circulo de allegados americanos. De modo que eligió organizar una ceremonia, aunque bien discreta.
El cuerpo fue retirado recién el martes 20 a las seis de la mañana. Una carroza del tipo “corbillard” (la carroza fúnebre por excelencia), adornada con cuatro linternas cubiertas de crêpe y escoltada por seis lacayos cubiertos con capas negras, cumplió el traslado ceremonial, a través de la ciudad aún sin despertar.
El cortejo lo integraban Balcarce, Darthez, Rosales, Guerrico, Frías, Gerard y un vecino (como se ve, atado aún a la etiqueta funeraria, que no permitía a las damas la portación del féretro ni la procesión inmediata a él). Caminó detrás de la carroza hasta que se detuvo en la parroquia de San Nicolás para un breve responso, que fue anotado en los registros por el cura Lecomte. Allí estaba, en una capilla lateral, el cenotafio del almirante Étienne Eustache Bruix, que fue jefe de la flotilla de Boulogne, y cuyos dos hijos (Alejo y Eustaquio) habían luchado por la independencia de América, en el mismísimo ejército sanmartiniano. Luego, el cortejo tomó rumbo a la parte alta de la villa, para llegar a aquel destino temporario, en los cimientos de la Catedral. Cumplido el rito, y tras echar el cerrojo a la puerta de rejas, el silencio se adueñó de la cripta. Mientras, abajo, la ciudad se desperezaba.
Los pobres de Boulogne-sur-Mer fueron asistidos con un auxilio de 400 francos en nombre del difunto, según consta en los archivos comunales. De este trámite filantrópico se ocupó Gérard aquella mañana, lo mismo que de hacer publicar una larga nota necrológica en el periódico local llamado “El Imparcial”.
El después
Quizá para distraer a su mujer y a sus hijas de la pena debida a la pérdida, Balcarce dispuso salir de la ciudad a fines de agosto. Todo su agradecimiento lo expresó en una sentida carta a Gérard, quien había probado ser mucho más que el locador de la vivienda que ocupó el Libertador, sino un auténtico admirador y un amigo leal de su familia. Más todavía, en 1855, cuando tuvo una hija, la bautizó como María Mercedes, con los nombres de la nieta y la hija de San Martín. La casa de la Grande Rue fue alquilada cuatro años más tarde a un caballero inglés. ¿Qué noción tendría aquel nuevo morador acerca de su predecesor? Es imposible saberlo. Pero sería extraño que el dueño, un devoto sanmartiniano, no diera noticia a sus inquilinos de quien había vivido allí hasta agosto de 1850.
Por su parte, Gérard dejó la planta baja en 1866 y se mudó a la calle del Temple. Murió en 1878 y fue enterrado en el Cementerio de Boulogne, en una tumba frente al sepulcro del Dr. Jardon, fallecido en 1864. Sus herederos vendieron el inmueble en 1882 a Francois-Auguste Senlis, vecino de la ciudad, a quien a su vez, en 1926, el Estado Argentino se la adquirió para transformarla en museo sanmartiniano.
Los restos itinerantes de San Martín
Volvamos atrás en el tiempo: el 12 de noviembre de 1861, el subprefecto de Boulogne-sur-Mer informaba al oficial principal que el Ministerio del Interior había autorizado el traslado de los restos de San Martín a Brunoy, cerca de París, donde Balcarce se había establecido con su familia, porque, ahora, sus responsabilidades en la sede diplomática parisina eran más intensas. Obviamente, las previsiones del embalsamamiento, cumplido escrupulosamente años antes, facilitarían este movimiento, que era un servicio que ofrecían las empresas funerarias.
No se sabe el día preciso en que el triple ataúd fue retirado del recinto sepulcral, ni se conocen los detalles de la traslación, que, por regla, solía ser una ceremonia bastante pomposa en aquella época. Según Wimet, nada consta ni en los registros parroquiales ni en los periódicos. Se sabe, en cambio, que la inhumación tuvo lugar en el cementerio de Brunoy el 21 de noviembre, en una bóveda comprada por Balcarce a perpetuidad. No ha de descartarse la realización de una discreta ceremonia religiosa de bendición del sepulcro, como era costumbre piadosa y seguramente lo dispuso Mercedes.
Luego de once años en la cripta de Notre Dame en Boulogne-sur-Mer, tampoco fue el enterratorio de Brunoy el lugar de descanso definitivo, pues en 1880 se cumpliría, en un clima de apoteosis y emoción popular, el deseo del Libertador de venir a reposar en el corazón de Buenos Aires. Pero de ese capítulo hablaremos en otra ocasión.
(Fuente: Infobae)