Gracias a recordados personajes como la empleada pública, Noelia, Soledad Dolores Solari o Mamá Cora, supo trascender los confines del café concert, conservando su lenguaje de vanguardia para radiografiar en TV los cuestionables impulsos del ciudadano promedio.
omo muchos otros grandes artistas, Antonio Gasalla hizo todo el esfuerzo posible para esconder su verdadero rostro detrás de las máscaras de sus inolvidables personajes. Por eso costará recordarlo a través de los episodios de su vida personal, que logró mantener con obstinación lejos de la curiosidad pública durante casi toda su vida. Ese muro infranqueable se rompió desde que empezaron a trascender algunos episodios relacionados al visible deterioro de la salud física y mental del actor.
Gasalla murió a los 84 años, según le confirmó a LA NACIÓN el empresario teatral Carlos Rottemberg. El cuadro de demencia senil progresiva que se le diagnosticó en 2020 había llegado a un punto sin retorno, después de varios años de cuidados permanentes y circunstanciales internaciones (de hecho la última fue a principios de este mes). Hasta ese momento, la única imagen de Gasalla que seguía presente en la memoria y el reconocimiento del público era la del creador incansable, multifacético, punzante, dueño de un humor feroz que iba directamente al hueso de la sociedad a la interpeló sin anestesia durante toda su vida.
No debe haber un retrato más irónico, cruel y despiadado del comportamiento cotidiano y característico del argentino medio como el que desplegó Gasalla a través de un mapa de casi treinta personajes, popularizados al máximo gracias a la televisión. Esos múltiples rostros quedarán en el recuerdo como imágenes de nuestro comportamiento en un espejo deformado. Logró con su humor incómodo y corrosivo un éxito colosal a lo largo de varias décadas.
Fue el único, junto a Enrique Pinti, que pasó del reducido culto del mejor café concert al reconocimiento masivo sin modificar demasiado la esencia de su mensaje humorístico, apoyado en la mirada satírica sobre lo que nos pasa como sociedad. Pero superó a Pinti en dos puntos clave para llegar a alturas imposibles de competir. Primero, el haber sostenido con peso propio una presencia televisiva constante, apoyada en el aplauso incondicional del público y el reconocimiento de la crítica. Segundo, su talento para multiplicar esa búsqueda creativa en todo tipo de personajes, las diferentes caras de un artista que prefirió siempre hablar a través de ellos y tratar de mostrar lo menos posible su propio rostro.
¿A que podríamos atribuir esa reserva? En principio, a una marca de temperamento y de conducta, marcada por su resistencia frontal a la curiosidad mediática. “La gente no necesita leer reportajes para saber quién soy”, le dijo a LA NACIÓN en 1997, cuando estaba en la cima de la popularidad televisiva. Alguna vez llegó a afirmar que las entrevistas eran para él un trámite con respuestas muy parecidas a las de las declaraciones policiales.
Antonio Alberto Gasalla había nacido en Ramos Mejía el 9 de marzo de 1941. Hijo de un peluquero y estudiante trunco de odontología, encontró su vocación en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Allí se encontró por primera vez con Carlos Perciavalle, que con el tiempo se convertiría en una suerte de enemigo íntimo eterno. Los dos compartieron los primeros y exitosos tiempos del gran café concert argentino y después de varios distanciamientos se reencontraron mucho después para hacer, juntos, un antológico revival de aquella feliz etapa en la propia casa de Perciavalle, en Punta del Este.
Gasalla y Perciavalle formaron parte de una generación única que encontró en espacios inverosímiles (por lo pequeños) la posibilidad de transformarse en protagonistas y despertar una atención cada vez más grande y todo tipo de comentarios por lo que hacían en el escenario. En aquellos encendidos años 70, frente a un público comprometido a pleno con los debates candentes de la época (la política, el psicoanálisis, la revolución sexual, las vanguardias artísticas), Gasalla hablaba de todo y se metía con todos sin filtro, echando ácido en cada uno de sus monólogos y cuadros musicales. Allí nació el hábito gasalliano de mostrarle a cada uno su reflejo más monstruoso y lograr que el involucrado termine riéndose de esa cara que en el fondo no querría reconocer como suya.
Un fallido viaje artístico por España en aquellos años 70 dejó a la vista dos cosas: que la censura (en la etapa final del franquismo) era el enemigo número uno de esa nueva mirada artística y que el humor de Gasalla tenía una impronta insustituible, genuina y absolutamente argentina. Iba a ser imposible tratar de exportarlo. También ese tiempo fue testigo de otra frustración: la entrada al cine de Gasalla y Perciavalle a través de dos comedias, la picaresca Clínica con música y la comedia familiar Un viaje de locos, esta última junto a un insólito elenco integrado por cantantes (Donald, Claudia de Colombia), figuras internacionales (Taryn Power, la hija de Tyrone, y Richard Harrison), el niño Marcelo Marcote y el animador televisivo Juan Alberto Mateyko.
“Dos películas espantosas”, recordaría Gasalla muchos años después. Esa doble y fallida experiencia marcó el comienzo de la compleja relación entre el actor y la pantalla grande. Tuvo una exitosa aparición en Esperando la carroza que todavía se sigue comentando por la extensa continuidad televisiva de aquel personaje, nacido como Mamá Cora. Pero a la vez no le garantizó a su protagonista la posibilidad de sostener una carrera cinematográfica. Tal vez porque el perfil artístico de Gasalla entraba en colisión natural con ese mundo.
“A mí me entusiasma mucho el cine. Será porque hice pocas películas y porque el cine es un lugar donde uno puede hacer un montón de cosas que tienen otra grandeza. Si pudiera hacer una película por año, no haría otra cosa”, reconoció con desazón en 1998. En ese terreno quedarán muy contados registros, entre los cuales sobresale su aparición protagónica junto a Graciela Borges en Dos hermanos (2010), una de las películas menos conocidas y vistas de Daniel Burman.
Su presencia en el elenco de Esperando la carroza, con todo lo festejada que sigue siendo, no podría con justicia ser incluida en el capítulo cinematográfico de la vida de Gasalla más allá de la mención de origen. Fue en la película de Alejandro Doria donde Gasalla nos hizo descubrir y conocer a Mamá Cora, pero después de esa primera aparición el personaje se instaló en otro lugar y desde allí puso en marcha su configuración definitiva. Rebautizado como la Vieja o la Abuela, se convirtió en el rostro más celebrado de la carrera televisiva de Gasalla, sobre todo gracias a su presencia frecuente en la pantalla acompañando cada semana a Susana Giménez.
En esos encuentros siempre pasaba algo. Frente a los avances de esta anciana desfachatada siempre dispuesta a hablar y preguntar sin filtro, la estrella se animaba a contar en público todo lo que jamás le hubiese revelado a cualquier otro interlocutor. Curiosamente, la Abuela siempre estuvo más afuera que adentro de los programas con sello propio de Gasalla, seguramente porque necesitaba de una partenaire tan poderosa como Susana para funcionar a pleno. De hecho, uno de los pocos fracasos televisivos de Gasalla fue La carroza, un programa que giraba alrededor de ese personaje.
Tampoco rindió cuando fue llamado por la TV para cubrir temporadas estivales o para armar programas con premios. Todavía se recuerda lo que pasó en 1991, cuando conducía A la playa con Gasalla y en un momento se le ocurrió tirar sin aviso a una pileta a la reina de los pescadores. La reacción de la comunidad marplatense a esa broma pesada fue tan virulenta que le arruinó el programa.
Las demás creaciones de Gasalla empezaban y terminaban en él mismo, y por eso los programas que hacía llevaban su nombre y su marca hasta en el más pequeño de los detalles. Actor, productor, autor, director, humorista, docente, Gasalla es una de esas figuras polifacéticas a las que les resulta dificilísimo delegar responsabilidades. Pero fuera del férreo control que tenía sobre sus producciones, también supo rodearse en distintas etapas de nombres que al lado suyo supieron brillar, en algunos casos por primera vez: Juana Molina, Juan Acosta, Verónica Llinás, Humberto Tortonese, Alejandro Urdapilleta, Atilio Veronelli, el malogrado Carlos Parrilla. Rescató a Norma Pons, la antigua vedette que al lado de Gasalla adquirió reconocimiento definitivo como notable actriz y comediante, y reivindicó la casi olvidada figura de Nelly Láinez.
Gasalla fue el actor argentino que más se lució interpretando desde el humor y la sátira toda clase de personajes femeninos. Esa galería era interminable. Allí estaban la autoritaria maestra Noelia (la que decía todo el tiempo “me van a buscar y no me van a encontrar”), la pizpireta Inesita (con su rostro deformado por toda clase de cirugías), la pomposa entrevistadora Barbara Don’t Worry, las hermanas Malabuena, la desventurada Soledad Dolores Solari, la anciana Yolanda (eternamente instalada en su silla de ruedas), la mucama Kika, Miriam, la millonaria Mecha y muchísimos más.
De todos ellos, el sketch de Flora, la empleada pública malhumorada que gritaba todo el tiempo “¡Atrás, atrás, se van para atrás!” fue el que llegó más lejos en repercusión popular e influencia, también presente en las temporadas televisivas de Susana Giménez. Desde su aparición el personaje siempre fue mencionado como ejemplo del abúlico y desganado comportamiento de la burocracia estatal en la Argentina. Más de una vez ese nombre de fantasía apareció en medio de alguna denuncia sobre maltrato en oficinas públicas o inclusive en los anuncios relacionados con algunas mejoras en ese terreno.
A Gasalla nunca le interesó utilizar ese recurso como proclama o herramienta de argumentación política. Es más, casi no se le conocieron pronunciamientos o declaraciones explícitas sobre el tema, como sí solía hacer Pinti. Pero en mayo de 2009, en pleno kirchnerismo, se soltó un poco más de lo habitual y dijo algunas cosas con nombre y apellido. “Cada presidente que viene (salvo Menem, que se reía junto con nosotros) llega para gritar algo. Yo soy grande y escucho. No necesito que me griten. Todos gritan. Los militares no solo gritaban, sino que te mataban. Tanto Néstor como Cristina gritan. Quizás tienen miedo. Tienen que luchar contra muchas cosas que uno no sabe. Yo qué sé”, declaró.
En sus contadas declaraciones sobre la realidad política siempre mostró una actitud escéptica, jugando con frases en las que nunca se sabía cuándo terminaba la broma y empezaba a hablar en serio: “Acá nunca hubo ideologías, hubo partidos. Cada vez creo menos en lo que dicen. Hace muchos años yo decía que el país había que dárselo a Héctor Ricardo García, a Franco Macri y a Amalita Fortabat. A los tres juntos, como administradores. Por cinco años, pero con condiciones: asegurar una determinada cantidad de reservas y que ellos ganaran un porcentaje. Estoy seguro de que de esa forma seríamos otro país. Mucho mejor”.
La exitosa y larga trayectoria televisiva de Gasalla arrancó en 1988. Desde entonces impuso una serie de revulsivas, transformadoras y audaces propuestas de cambio estético en un medio que no estaba acostumbrado a renovarse desde el humor. Supo llevar a la tele el mismo criterio visual de innovación y riesgo que había aplicado algunos años antes en la revista porteña, cuando se animó a dar vuelta la puesta en escena tradicional del género. El mundo de Antonio Gasalla y El palacio de la risa se llamaron sus programas de TV más populares. Entre otros reconocimientos le dieron a su creador el Martín Fierro de Oro en 1994.
Curiosamente, esa fórmula que llegó para dejar atrás todos los convencionalismos y las rutinas del humor televisivo, y que resultó imbatible durante una década y media, cayó por su propio peso cuando a Gasalla se le hizo imposible sostener algún tipo de renovación en situaciones, personajes y tics que ya mostraban algún cansancio. Solo la imbatible Abuela y la empleada pública lograban sostener su vigencia cada semana junto a Susana Giménez.
En ese largo período de repercusión televisiva, Gasalla tuvo la lucidez de no descansar solo en lo que le ofrecía ese medio. Su hiperactividad lo llevaba siempre de vuelta al teatro. El artista que hacía maravillas en la estrechez imposible del café concert de los 70 ahora era capaz de llenar cada noche salas de 700 espectadores. “El teatro hace menos ruido que la televisión, pero establece una relación mucho más profunda con el público”, era una de sus frases de cabecera.
Así ocurrió entre 2009 y 2012 con Más respeto, que soy tu madre, de Hernán Casciari, su último gran éxito en los escenarios, que no paró de agotar funciones en el Teatro El Nacional. La experiencia terminó mal cuando Gasalla terminó enfrentado con Claudia Lapacó, que se había sumado a una suerte de continuación de la obra original. Después hubo más situaciones conflictivas. Un Gasalla más irritado de lo habitual chocó de frente con Flavio Mendoza y Nora Cárpena. Y también recibió reproches de maltrato por parte de Georgina Barbarossa, antigua compañera de ruta a la que llegó a producirle un ciclo televisivo.
Esas peleas crecieron en intensidad alimentadas por el fuego permanente del chisme televisivo, una de las cosas que más lo fastidiaban. “A mí se me transparentan más las cosas que a otras personas”, reconoció una vez. Le costaba mucho disimular los enojos y esa conducta quedaba mucho más en evidencia en una figura consagrada a hacer reír. De allí en adelante se fueron transformando en escándalos algunas situaciones intrascendentes, gracias al fogoneo de la siempre activa industria del cotilleo.
Muy molesto y cada vez más a la defensiva, volvía a la carga convencido cada vez más de que no había diferencias de fondo entre un reportaje y una declaración policial. “La prensa raramente informa sobre el crecimiento personal de los artistas. Y yo soy un artista, los artistas no se cansan. Un día la cabeza me hará clic, tendré un coágulo, me moriré… Es verdad. Yo enterré a mi vieja y alguien me enterrará a mí. Es la naturaleza”, había anticipado en 1997.
Dos décadas y media después ese hastío que imaginaba tan lejano le llegó. La insistencia de los cronistas faranduleros, el progresivo desinterés del público y un enojo que seguramente complicó algunos problemas de salud forzaron en enero de 2020 el final abrupto del espectáculo que representaba en Mar del Plata junto a su gran amigo Marcelo Polino y llevaba su nombre en las marquesinas. “El cuerpo no me da más”, reconoció en ese momento.
Nunca regresó o volvió nunca más a los escenarios y a la actuación. Se recluyó en su departamento de Recoleta (tenía dos propiedades en el mismo edificio) con la idea de seguir el tratamiento y la recuperación de algunas dolencias, como un cáncer de piel que tenía en ese momento bastante controlado. Pero aparecieron otras complicaciones de salud, varias internaciones, una declinación visible en su estado de ánimo por culpa de la larga cuarentena y una sucesión de ingratos episodios más cercanos a la crónica policial que a la vida de los protagonistas del mundo del espectáculo.
Según denunció su abogado, primero fue víctima en abril de 2022 de una estafa millonaria y del robo de varios elementos de valor (escrituras, documentos, cuadros, muebles, esculturas, adornos, recuerdos personales). Un año después trascendió que también habría desaparecido misteriosamente de su casa medio millón de dólares en efectivo. Las biografías de famosos que conservan patrimonios valiosos a una avanzada edad son pródigas en episodios de aprovechamiento y abuso de personas con enormes fragilidades físicas y mentales.
Mientras pudo depender de sí mismo, Gasalla siempre confió más en su propia intuición que en el consejo ajeno. Esta máxima, que siguió escrupulosamente mientras tuvo fuerzas y el control pleno de su razón, lo define de cuerpo entero. “Yo nunca hago nada con lo que no esté de acuerdo” era su frase de cabecera. En el tramo final de su vida, golpeado por un deterioro físico y mental irreversible, quedó más lejos que nunca de ese propósito. Es por eso que la despedida a uno de los grandes capocómicos argentinos de todos los tiempos resulta mucho más triste.
Por Marcelo Stiletano
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